Llovía y el frío de la madrugada se colaba entre los poros hacia el alma. Desperté. Tenía la convicción del paso del tiempo trastornada. Me senté. Recuperé la visión y la memoria. Me asusté.
Los minutos se suman en horas que construyen días y destruyen mentes. La mente del que todo tiene por hacer se apaga en movimientos aleatorios, intervalos de cordura y sinrazón. De repente, las energías disminuyen y se abre paso una niebla de muerte que lo cubre todo y desde el fondo, el espíritu inagotable trata de brotar para mantener las respiración, la luz encendida en la mirada, el aliento tibio, la sonrisa atenta. Y no es tan fácil.
Cada resonar de ecos del pasado va carcomiendo las paredes de los nuevos paisajes descubiertos, los miles de peros, los millones de contras y la esperanza con alas frágiles debilita su vuelo hacia el infinito, hacia el cielo rebosante de alegrías y tonadas dulces de ensoñación. Y es la misma historia, la misma espera, el mismo caminar cansado.
Ahora todo pasa más rápido alrededor y más lento en el interior. Desubicado, sin foco, el hombre que busca en las caras de la gente la verdad, en su propio ser, en lo bello del mundo, se pierde la vida al no encontrar lugar. Y es que un lugar no lo define porque su identidad está en buscar. Un nómada que toma lo que hay y lo convierte desde sus entrañas en algo útil, algo trascendente, un algo de valor.
La creación dormita en las catacumbas más oscuras y la imaginación se vuelve en contra. Las pasiones, los talentos, todos los elementos de ese Yo que tanto anhelo, se vuelven cargas tan pesadas como las del propio Atlas griego. El gran Herácles vino a tentarme y yo ¡pendejo! quise cooperar.
En busca de la vida, de vivir, aquí me siento a continuar esperando que de tanto alboroto alguien se canse, sea yo o sea el otro, y todo esto nos lleve a algún lugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario