sábado, 22 de marzo de 2014

Presagios

Vivió su último año de vida como una premonición.
Al completar el ciclo, revisó cada día, cada semana, cada sensación, cada evento y se dio cuenta de la triste realidad. Le quedaban pocos años de vida -tal vez 2, pensó- y ya era muy tarde para ponerse a planear con detalle. Debía vivir a lo grande.

Se encontró frente al espejo viendo sus canas más recientes y los últimos rastros de los golpes de la vida marcados en su piel. Los ojos más oscuros y la mirada cada vez más perdida. Prendió un cigarrillo una vez más, para pegarse de la poca vida que le quedaba. La ansiedad y el tedio se convertían en su actividad diaria. Ya nada lo hacía por deleite. Había perdido la sensación de sabor en su boca. 

Se sentó un par de horas a pensar en su futuro. Ya era muy corto y había mucho por hacer. Y a la vez, nada. Sacó de su maleta un último truco y se dispuso a presentarlo al mundo una vez más. Ya había perdido el miedo a vivir y ahora empezaba por fin a tener miedo a la muerte. Leyó por última vez el libro de su vida y se dispuso a preparar su final con los detalles que quiso.
Ahora, como siempre pensó, su vida sería la preparación para el paso hacia el más allá.

De repente, se rindió ante sus sueños y soñó por última vez los brazos de su amada, el peso de sus hijos en los hombros, la hinchazón en el corazón al ver el amor depositado allí y que ya se había perdido por los años.
Renegó por última vez de los destinos y los casos perdidos. Advirtió por última vez a los dioses su mal desempeño con su vida y rogó por última vez al cielo que sus últimos años fueran diferentes. Acabó cada oración con un pequeño grito enmudecido y una lágrima. Se cogió la cabeza y se recostó sobre el respaldar de su cama.

Llorar ya no valía la pena para él. El cansancio se llevó sus ganas de sentir y las reprimía con gran fuerza. A veces las dejaba salir y luego, lleno de terror, volvía a esconderlo todo.

Quería dejar su testamento en orden. No tenía a quien dejarle sus libros, sus memorias, sus tres camisas y el pantalón; el par de zapatos y las ollas; sus 2 perros y las plantas, todo lo que había sido su compañía por más de diez años y tan viejos como él también estarían a punto de sucumbir ante el polvo y lo roñido de sus vidas actuales. Ellos, que lo habían visto todo, serían también los únicos testigos de su muerte repentina, que aquella tarde le había presagiado.

Se levantó como un resorte de la cama y comió algo. Se sentó, prendió su tocadiscos y se dejó caer como el sol entrada la tarde. Con la noche se fue a dormir como si nada, tal como todos los días, esperando los nuevos presagios de cada día con los brazos abiertos, con el alma tranquila para vivir hasta el último aliento.

domingo, 9 de marzo de 2014

Amor desde la ventana

Se sentó a mirar por la ventana. El paisaje le era indiferente, pero aún así pasó horas mirando. Recibió la brisa de la tarde. No pensaba. Caía el sol frente a sus ojos que a ratos dejaban asomar una lágrima. Se recogía un segundo sobre sí misma, luego volvía a su contemplación.

Suspiró...

Se levantó. Preparó un té y luego prendió un cigarrillo. Volvió a sentarse.

Respiraba hondo y tragaba bocanadas de humo. Sólo eso le impedía escapar o hundirse más. Se frotó un poco el cuerpo. Ya hacía frío. Comenzó a llover. Pasó toda la tarde sentada y el hueco que dejó en el sofá evidenciaba el cansancio que la dejó sembrada toda la tarde con la frente al horizonte. Sin hablar. Quiso levantarse de nuevo. Le temblaron un poco las piernas, pero logró pararse. Salió con su pequeño pantalón corto amarillo y su camiseta sin mangas hacia la ventana y recibió la brisa un poco empinada hacia la calle.
No llevaba sostén, pero no le importó. Ése era su momento. 

En las puntas de los pies, bailaba dejándose llevar por el viento...

Se balanceó un poco hacia el infinito con cara de atontada y descubrió un asiento en la pared. Sacó sus piernas esbeltas, desnudas, por la misma ventana y se sentó. Sacudió los pies como quitándose el peso de la vida que los aplastaba contra el suelo. Se recostó un poco y dormitó.

Caía ya la noche cuando reparó en lo alto que estaba del suelo. No se sorprendió ni corrió hacia adentro. Disfrutó un poco la liviandad de pisar el aire y se dejó llevar como una hoja, levitando hacia el sofá que le aguardaba atento y que le prestó su figura en forma de abrazo toda la tarde. Caminó un poco sobre él y se puede decir que saltó un poco. Había recuperado un poco la vida, un poco lo infantil y cálido de su ser. Se puso un saco de esos grandes, grises, con capucha.

Decidió vivir otro rato más en aquel lugar y no pensar más. Miraba al cielo oscurecido y lleno de estrellas. La noche era tranquila y la lluvia había dejado bastante fresco el ambiente. El aroma de la tierra mojada la arrullaba como el perfume más delicioso y abrigada por el frío, se dejaba vencer nuevamente por el sueño.

Era más de medianoche cuando despertó otra vez. Una ventisca fresca había sacudido sus huesos. El silencio le causaba impresión. Volvió a mirar por la ventana y se dejó llevar una vez más hacia el infinito, como buscando una conexión con el inmenso universo que la cubría. Se llenó de deseo de repente y respiró con más ímpetu. Seducida por la belleza en sus ojos, repartió un par de besos desde su alma y abrió su corazón otra vez.

Por primera vez se enamoró incansable y comprometida. Recibió lo mismo y lo abrazó en su pecho fervorosamente. No dejaría escapar de sí aquella tarde en que por fin se encontró en la vida y se amó y amó todas las cosas que guardaba en su interior. 

Aquella tarde de amor desde la ventana.