lunes, 8 de septiembre de 2014

Transfiguración

Daba vueltas en la cama como un condenado a muerte la noche anterior. Se levantaba, rondaba por la sola y vacía habitación de la choza en que vivía. 
Se aventuraba a la sala, también vacía. Corría un poco entre las luces que se entraban por la ventana. Era luna llena.
Sentía en su pecho un deseo irremediable de brotar, como si dentro viviera otro ser al que ése cuerpo le quedaba pequeño. Se frotó la cabeza con las manos. Se amasaba los brazos con fuerza y de pronto se le oía suspirar. Rechinó los dientes. Cerró los ojos un momento. Respiró.
Se acercó a la ventana como llamado por una extraña fuerza y miró hacia al cielo en una plegaria última, eterna.
Se agachó otra vez. Un gruñido se escuchaba solamente en su cabeza.
Caminó hasta su cama destendida en medio de la oscuridad y se echó boca abajo. Empezó todo otra vez.
Repasaba su vida como leyendo un libro conocido: saltando partes, recordando aquellas, descubriendo las demás. Todo estaba dentro de sí pero a veces no lo recordaba. Ahí es donde empezaba a dar vueltas otra vez y se repetía la misma historia. La ronda, el vacío, la sala, las luces y, por fin, la luna. Gruñía otra vez.
Cerró los ojos por último después de la cuarta vez. Se echó una vez más como las otras tres veces con la boca hacia abajo, pero ahora parecía el fin.
Se acomodó una almohada entre las piernas y se encogió como un gusano de esos que se enrollan cuando uno los toca con un palo. Se secó las lágrimas que llevaban un rato fluyendo intermitentes. Sus brazos le dolían por la lucha.
Así, enrollado, como abrazándolo todo, descansó. La respiración se hacía más pausada, ligera. Cuando estuvo preparado, se desenrolló otra vez.
Ya no tenía miedo.
En su mente pasaban vívidas las horas, las décadas, los siglos. Una que otra imagen se quedó un segundo más que las demás y sin embargo todas pasaron hasta salir completamente del espectro.
Descolgado hacia un lado de la cama, mirando al piso, suspiró. Cerró los ojos otra vez y esperó.
Lentamente se enderezó sobre el colchón y así acostado miró hacia el techo. Cerró los ojos una vez más y respiró profundo. Despacio como en un leve amanecer volvió a descubrir la luz de la luna entrando por su ventana. Ahora, cada pensamiento le hacía cerrar los ojos. Imprimía todo en su memoria que ahora estaba vacía, blanca, recién nacida.
Recordó sólo la luz de la luna y su toque pálido sobre las cosas de la habitación. El frío. La noche. Aquel sillón que se ajustaba contra la pared. El techo. Sus brazos que se extendían al cielo. La suavidad de las sábanas. Y oyó la sangre correr por todo su cuerpo. Se escuchaban los grillos y los sapos a gritos llamando a sus amores. Y recordó el bosque, la niebla del amanecer. Las montañas. El estanque, la brisa suave que sacudió su pelo. 
Y sus piernas recordaron correr. La libertad se le agolpó en cada latido. Tenía dilatadas las pupilas. Se sentó en la cama con ésa determinación que tienen los que saben para donde van. Con la levedad de la luz sólo alcanzó a ver el brillo de sus garras cubiertas con una nueva fuerza invencible.
Miraba al cielo que se escondía más allá del cielo raso y cerraba los ojos una y otra vez entre prolongadas y hondas respiraciones.
Se le agitó el corazón otra vez. Pero esta vez era diferente. Sus ropas en harapos cayeron por última vez de su cuerpo al que ya no le ajustaban.
Ya no estaba vacía la habitación ni la sala porque la cubría con todo su cuerpo. Ya no le picaba el pecho. Ya no necesitó gruñir más en silencio.
Tibio, con el fuego de su corazón iluminándolo todo, con la vista fija en el horizonte, corrió hacia el infinito sin mirar atrás.