sábado, 10 de enero de 2015

Count-down

Diez en punto.

Abre los ojos por primera vez en siglos. No le sirve de mucho porque todo está oscuro dentro del sarcófago que le ha servido de cárcel una eternidad. Producto de las miles de tentaciones de la vida quedó confinado a la falsa inmortalidad de la frialdad, la oscuridad, la insatisfacción. Cansados de sus quejidos y su vuelo terrorífico sobre el pueblo, sólo una docena de cazadores atrincherados lograron capturarlo y mantenerlo atado en conjuros de miedo y soledad. Se aseguraron de amarrarlo bien y enterrarlo en su castillo con trampas y sellándolo todo con olvido. La estaca clavada en su corazón ha terminado sus funciones ya roída por el tiempo. Lo suyo no es el latir del corazón hace mucho. Su corazón se mueve una vez cada dos o tres minutos, aunque eso no es problema porque su condición de "maldito" lo mantiene con vida aún sin palpitar. Más bien, eso le causa algo de malestar. Duele. Mientras vuelve en sí, intenta recordar algo acerca de la vida. En medio del dolor que le produjo la sístole, se angustia por contar los segundos que pasan hasta la siguiente diástole. Descansa. Intenta respirar por primera vez en más de cinco siglos. Tiene que concentrarse bien y practicar. Es su primera inhalación. No se siente bien, le ha hecho cerrar los ojos. Debe apresurarse ésta vez porque hace tiempo, cuando tuvo la oportunidad, fue demasiado tarde y al intentarlo, terminó doscientos años más entre las sombras. A pesar del frío, el polvo y lo que se mueve en la inmensa oscuridad compactada en su cajón, ése aire le ha dado un empujón. Resiste los siguientes minutos de contracciones cardíacas y lo hace de nuevo. Respira. Aún no sabe ponerlo en automático, porque antes no lo necesitaba. Un impulso neuronal nuevo le trae imágenes de sus juegos nocturnos, de la luna llena gigante sobre el paisaje, del terror en los ojos de sus víctimas. Ha pasado mucho tiempo, pero dentro suyo todavía navega la punta de plata que lo mantuvo atrapado inmóvil, confinado. Su cuerpo quiere extirparla por fin, que se abra paso hacia el mundo exterior, de nuevo, y le de un aire diferente a la sangre coagulada en su interior. Cierra fuerte los ojos, aunque no hace diferencia. Vuelve a inspirar y se entrecruza con una nueva contracción. Ya puede sentir las manos. Intenta mover un dedo, luego el otro. Luego toda la mano. Cierra los ojos de nuevo y se planta en su captura, la desesperación, la ira, la desolación de la primera noche. El hambre, la sed, la alas desfigurándose contra el fondo del maderámen. Se mueve de repente la estaca y cambia totalmente su posición hacia el piso. Traslada la punta de metal un poco a la derecha, alejándose de su corazón. El aire viciado que entra en sus pulmones no es suficiente para mantenerle activo. Otro impulso lo lleva más lejos y de pronto, una lágrima le brota, tose un poco de polvo fuera de sí y mueve una pierna. Con los brazos intenta sacudirse las pesadas cadenas que le aplastan el pecho. No se dejan. Puede sentir la sangre corriendo más a menudo. Ha recuperado un poco la fuerza. Aún todo está frío por dentro. Recuerda el batir de sus alas, planear sobre las montañas. El candado oxidado se ha hecho pedazos, pero todavía no tiene las fuerzas para salir. Le aprieta el pecho. Le duelen las ideas, el aire entrando a sus pulmones, las piernas, los brazos. Ahora que respira con más frecuencia, no le alcanza el poco que encuentra en aquel pequeño ataúd. Sus latidos cada minuto le permiten ganar un poco aquí, un poco allá.

Doce y doce.

Se permite una sonrisa.